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viernes, 17 de junio de 2011

Atrévete a ser diferente

Cuando un famoso inconformista llamado Jesús exhortó a Sus discípulos a seguirlo y dejar atrás la vida que llevaban, les advirtió que serían como «ovejas en medio de lobos» (Mateo 10:16). «Si fuerais del mundo
-les dijo-, el mundo amaría lo suyo. Pero no sois del mundo; por eso el mundo os aborrece (V. Juan 15:19).»
        Con ello en realidad les estaba diciendo: sean diferentes. Atrévanse a disentir de las normas impuestas por los adictos al sistema, del comportamiento que exige el orden establecido, y serán odiados por osar cuestionar esa autoridad que se atribuyen para determinar lo que está bien y lo que está mal.
      Si te atreves a pensar, actuar, vivir o enseñar de una manera distinta que la vasta mayoría -según dicen, silenciosa-, ya verás que no es tan silenciosa. No pasará mucho tiempo antes que esa mayoría -esa masa robótica, narcotizada, convencionalista, presuntuosa, conformista, insensibilizada y obsecuente que engloba al común de la gente mundana- se haga oír, porque cuando se pone el dedo en la llaga, la verdad duele. Y si andas con esos lobos, aprenderás a aullar, sobre todo cuando alguien se atreva a afirmar y demostrar que existe otro modo de vida aparte del considerado normal.

      La Historia ha demostrado una y otra vez que la mayoría generalmente está equivocada. Como dijo Jesús: «Ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan» (Mateo 7:13,14). Al parecer se cumple lo dicho por historiador inglés Arnold Toynbee: «Lo único que aprendemos de la Historia es que nunca aprendemos de ella». En consecuencia, los sórdidos anales de la Historia no cesan de repetirse.
        Cuando un valeroso iconoclasta osa destruir los ídolos del comportamiento socialmente aceptado por la vasta y descarriada mayoría, o cuando un valiente innovador en cuestiones espirituales o científicas es tan temerario como para sugerir siquiera que hay aspectos en que la sociedad podría estar equivocada, lo abuchean como a un maniático, lo tildan de demente, lo persiguen por desviacionista, y a veces hasta lo condenan como a un criminal, lo mandan a la horca por hereje o lo crucifican por constituir una amenaza para la sociedad.
      ¿Por qué? Porque las tinieblas no soportan la luz, los descarriados no aguantan a quienes llevan la razón, la gran mentira no tolera la verdad, y los confinados se resienten amargamente de la independencia de que gozan los libres. Todo ello deja en evidencia a la mayoría descaminada. Saca a relucir sus tenebrosos pecados, su hipocresía, su codicia y su opresión de los explotados. No le queda entonces a esa mayoría otra alternativa que empeñarse afanosamente en apagar la luz, afirmar que lo malo es bueno, tratar de ahogar a gritos la voz de la verdad, frustrar las tentativas de los libres y exterminar a quienes harían patente la hipocresía de la sociedad y le pondrían fin.

      Cuando Noé construyó su enorme arca y afirmó que habría un diluvio -pese a que hasta el momento jamás había llovido-, fue ridiculizado por la abrumadora y bulliciosa mayoría de su época, que a la postre acabó pereciendo en aquel diluvio; mientras que Noé y su familia se dieron la última carcajada (V. Génesis capítulos 6-8; Hebreos 11:7).
        Cuando Abraham, a la edad de 100 años, predijo que se convertiría en padre de muchas naciones y que sus descendientes serían tan numerosos como la arena del mar, su propia esposa -que era estéril- se rió de él con desdén. Pero Abraham fue pronto el último en reírse, pues Sara, de más de noventa años, dio a luz a Isaac, antepasado de los judíos. Y la sierva de Sara, Agar, engendró a Ismael, padre de los árabes (V. Génesis 17:1-21; 18:1-19; 21:1-5).
      Cuando un humilde pastor del desolado Sinaí afirmó que iba a liberar él solo a seis millones de esclavos judíos de las garras de sus poderosos y explotadores amos egipcios, su propio pueblo se mofó de él. Pero fue él quien se lo pasó en grande al conducirlo milagrosamente a través del Mar Rojo sobre tierra seca (V. Éxodo 3:1-10; 14:8-30).
      La gente de Jericó se burló cuando Josué mandó a los judíos dar siete veces la vuelta alrededor de aquellos muros infranqueables; pero cuando los hombres de Josué hicieron sonar trompetas, los muros se desplomaron (V. Josué 6:4-5,15-16,20).
      El ejército de miles de madianitas se debió de morir de risa cuando la mayor parte de las tropas de Gedeón se marchó y éste quedó con apenas trescientos hombres. Pero cuando aquel reducido batallón les dio en mitad de la noche un susto de muerte con apenas unos cántaros, les tocó a ellos el turno de huir (V. Jueces 6:11-14; 7:1-23).
      Los poderosos jerarcas de los conquistadores filisteos miraban con desprecio a Sansón, el hombre fuerte de los judíos, a quien habían hecho cautivo y cegado. Pero cuando esté separó las columnas del templo de ellos, se tomó la revancha matando a más filisteos con su muerte que durante toda su vida (V. Jueces 16:23-30).
      El gigante Goliat ridiculizó al muchachito de la honda; pero cuando David lanzó certeramente un guijarro, el filisteo grandulón cayó de bruces y los hijos de Dios cantaron de júbilo (V. 1 Samuel 17:1-10,42-51).
      Los profetas que vaticinaron el fin de los imperios dominantes de su época fueron acusados de chiflados y bufones; pero al caer cada una de esas potencias en el momento y del modo predichos, dejaron de ser motivo de risa.
      Cuando Jesús dijo a Sus hipócritas adversarios religiosos, los fariseos, que su ostentoso templo sería destruido, lo denunciaron con escarnio. Pero cuarenta años más tarde, cuando los romanos redujeron el santuario a cenizas y lo desmontaron piedra por piedra para hacerse con el oro fundido que se había escurrido entre las grietas, lo profetizado por Cristo dejó de ser tan gracioso (V. Lucas 19:37-44).
      Cuando los primeros cristianos auguraron la caída del Imperio Romano, Nerón los exiló, los decapitó, los crucificó, los quemó y los echó a los leones. Sin embargo, él acabó sus días cual maníaco pervertido, y Roma ardió. A la larga el imperio sucumbió, y los cristianos mismos se hicieron cargo de sus restos.
      Los mártires cristianos de la iglesia primitiva fueron vilipendiados, escarnecidos, torturados, divididos y separados por los paganos que procuraban acabar con ellos. No obstante, esos mismos paganos fueron conquistados por la verdad, el amor y la paz de aquella magnífica banda de marginados.
      Más tarde, cuando el cristianismo tuvo el poder, la institución eclesiástica intentó sofocar los hallazgos de los hombres de ciencia y acallar las voces de la libertad. Pero con ello la iglesia firmó su propia sentencia de muerte para dar paso a la nueva ilustración y al renacimiento de las artes y las letras.

      Casi todos los profetas y dirigentes de Dios que vivieron en tiempos bíblicos o en otras épocas fueron considerados chiflados por el resto del mundo. Los tildaban de soñadores y visionarios que alucinaban, oían voces y estaban medio trastornados por la religión.
        El convencionalista, el tradicionalista, el conformista nunca hace noticia y jamás cambia nada. Es un borrego, como los demás. ¿A quién le interesa saber de alguien que no difiere de los demás y se aviene estrictamente a la norma establecida por los hombres? Quien por lo general hace noticia es el original, el que se sale de los cánones, el inconformista, el radical, el fanático, el iconoclasta.
      Los que se quedan donde están, los que nunca se aventuran a ir a ninguna parte y se atienen a lo que hace el resto de la gente, jamás causan extrañeza, no despiertan a nadie, no producen revuelo. Siempre piensan y hacen lo que se espera de ellos, lo que la sociedad les dicta. Ni por casualidad se los encuentra haciendo algo que no se estila o que nadie hace.
      Nunca se oye hablar de los mequetrefes, los cobardes, los pusilánimes y los blandengues que van a la deriva y se dejan llevar por la corriente, igual que todos los demás; esos que nunca cambian nada ni hacen nada diferente, que jamás disienten de las tendencias mayoritarias ni defienden la verdad y lo que está bien; los que nunca se salen de la fila y siempre van al paso de la gran mayoría silenciosa. Se dejan llevar por la manada en medio de los residuos, los desechos, la espuma y el cieno de la normalidad. Jamás dicen ni pío. No contribuyen en modo alguno al progreso. Jamás cambian ni una pizca. No dejan huella alguna ni causan la menor impresión. El mundo ni siquiera sabe que existen. Se hunden junto a todos los demás en la ciénaga del anonimato, en la dimensión de la nada, y en consecuencia quedan relegados al olvido y jamás pasan a la Historia.
      En cambio, los tildados de locos saltan a los titulares. La Historia está llena de ejemplos de personas que se atrevieron a desafiar al sistema, a ser diferentes, a nadar contra la corriente, o a escandalizar a los de su generación; de gente que tuvo las agallas para cuestionar los principios científicos o morales de su época, para defender una causa impopular o para hacer más de lo que exige el deber. Los que figuran en los anales de la Historia son aquellos que se apartaron de la norma, los radicales, los inadaptados, los presuntos herejes, los descubridores, los inventores, los exploradores, etc.
      Ellos fueron soñadores locos que concibieron hacer algo que nadie había hecho antes, cuyo pensamiento y conducta diferían de los de sus predecesores. En casi todos los casos la sociedad pensaba que les faltaba más de un tornillo o que eran medio excéntricos comparados con el resto de la gente. Fueran héroes o canallas, buenos o malos, criminales diabólicos o santos angelicales, sin duda todos sobresalieron; ninguno fue indiferente.
      Vivieron rodeados de fama y murieron en la infamia; pero nada ni nadie podía detenerlos, porque nadie sabía cómo reaccionar a ellos o hacerles frente. No se sabía a dónde se dirigían, dado que nadie había emprendido aquel camino ni acometido esa empresa antes. Los demás simplemente no estaban preparados para tales acciones, motivo por el cual les llevó un buen rato darles alcance.
      Huelga decir que la mayoría generalmente se las arregló para sofocar la llama. Sólo lo lograron a fuerza de echarle encima cadáveres. No obstante, jamás han podido borrar de la memoria de la humanidad la existencia de hombres y mujeres que se distinguieron por sus logros. Se atrevieron a discrepar e hicieron lo que todos les advertían que no hicieran, o lo que les aseguraban que no era viable. Se lanzaron a ello por considerar que era menester hacerlo y que eran capaces, dijeran lo que dijeran los demás. Lo hicieron, y el mundo entero oyó hablar de ellos.

      Los caminos trillados son para hombres vencidos. Prender nuestra vela por ambos extremos puede parecer disparatado, pero así emite más luz. Aunque no dure tanto, genera mucho calor. Y cuando llegues al final de esta vida y los ángeles te reciban en las moradas eternas, el mundo te recordará. Si obraste como debías, Dios no lo olvidará. Resplandecerás para siempre como las estrellas, y te dirá: «Bien, buen siervo y fiel, entra en el gozo de tu Señor», a ti y a todos los demás que se atrevieron a ser «insensatos por amor de Cristo» (V. Daniel 12:3; Mateo 25:21; 1 Corintios 4:10).

sábado, 30 de abril de 2011

Declaración de amor

Nosotros, como cristianos, creemos en el amor. Amor a Dios y al prójimo, porque «Dios es amor». (1 Juan 4:8) En eso consiste nuestra religión: en amar.
        El amor lo es todo, pues sin amor no habría nada: ni amigos, ni familias, ni padres, ni madres, ni hijos, ni sexualidad, ni salud, ni felicidad, ni Dios, ni Cielo. Nada de ello existiría sin amor. Y nada de ello sería posible sin Dios, porque Dios es amor.
      La solución a todos los problemas que han aquejado a la humanidad a lo largo de la Historia ha sido siempre el amor -amor verdadero, amor a Dios y al prójimo-. Sigue siendo la solución que ofrece Dios aun en una sociedad tan confusa y compleja como la actual.
      Es precisamente el rechazo del amor de Dios y de Sus amorosas leyes lo que lleva a los hombres a ser egoístas, desamorados, desconsiderados y hasta perversos y crueles. He ahí el origen de su inhumanidad para con sus semejantes, la cual salta a la vista en este atribulado mundo actual sometido al yugo de la opresión, la tiranía y la explotación. Tanta gente es víctima del hambre, la desnutrición, las enfermedades, la pobreza, el desamparo, el exceso de trabajo, odiosas vejaciones, los tormentos de la guerra y la pesadilla de vivir con un perpetuo sentimiento de inseguridad y miedo. La causa de todos estos males es la falta de amor de los hombres para con Dios y el prójimo, y su insistencia en contravenir las leyes divinas de amor, fe, paz y armonía.
      Efectivamente, es así de sencillo: Amar a Dios nos hace capaces de amarnos los unos a los otros. Podemos entonces seguir Sus preceptos sobre la vida, la libertad y la felicidad, con lo que todo se arregla y todos nos sentimos satisfechos en Él.
      Por eso dijo Jesús que el primer y mayor mandamiento es amar: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. [...] Y el segundo es semejante -casi igual, casi lo mismo-: amarás a tu prójimo como a ti mismo». (Mateo 22:37-39)
      En otra ocasión en que Jesús procuraba ilustrar ese mismo principio, un intérprete de la ley le preguntó: «¿Quién es mi prójimo?» La Biblia dice que aquel jurista intentaba enredarlo. Quería saber quién era técnica y legalmente su prójimo. Lo que en realidad se proponía era que Jesús le ayudara a discernir a quién debía amar y a quién no. Pero con la parábola del buen samaritano (Se llamaba samaritanos a los pobladores de Samaria, región de la Palestina central que linda con Judea. Como los samaritanos eran mestizos, los judíos ortodoxos los despreciaban y rehuían.) Jesús enseñó que se trata de toda persona que necesite nuestra ayuda, sea cual sea su raza, el color de su piel, su religión, su nacionalidad o su condición social.
      «Un hombre [judío] descendía de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones, los cuales le despojaron; e hiriéndole, se fueron, dejándole medio muerto. Aconteció que descendió un sacerdote por aquel camino, y viéndole, pasó de largo. Asimismo un levita [asistente del templo], llegando cerca de aquel lugar, y viéndole, pasó de largo. Pero un samaritano, que iba de camino, vino cerca de él, y viéndole, fue movido a misericordia; y acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole en su cabalgadura, lo llevó al mesón, y cuidó de él.
      »Otro día al partir, sacó dos denarios [equivalente a dos días de jornal], y los dio al mesonero, y le dijo: “Cuídamele, y todo lo que gastes de más, yo te lo pagaré cuando regrese”. ¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones? Él [el intérprete de la ley] dijo: “El que usó de misericordia con él”. Entonces Jesús le dijo: “Ve, y haz tú lo mismo”.» (Lucas 10:30-37)

      Si estamos provistos de amor verdadero, no podemos presenciar una situación de apuro sin intervenir. No podemos pasar de largo delante del pobre hombre en el camino de Jericó. Debemos actuar, como hizo el samaritano. Hoy en día hay mucha gente que, cuando ve a un necesitado, reacciona diciendo: «¡Ay, qué lástima, qué pena!» Sin embargo, la compasión hay que traducirla en obras. He aquí la diferencia entre lástima y compasión: la lástima no es más que un sentimiento de pena; la compasión lo impulsa a uno a hacer algo.
        Debemos manifestar nuestra fe con obras. Es difícil demostrar amor sin una acción palpable. Afirmar que se ama a alguien y no ayudarlo físicamente en lo que pueda necesitar -proporcionándole comida, ropa, techo, etc.- no es amor. Si bien es cierto que la necesidad de amor verdadero es espiritual, éste debe manifestarse físicamente, por medio de obras. «La fe que obra por el amor.» (Gálatas 5:6) «El que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él? Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad (1 Juan 3:17,18).»
      Por otra parte, consideramos que la forma más sublime de manifestar amor no consiste exclusivamente en compartir simples pertenencias y bienes materiales. Se basa en entregar la vida en servicio a los demás, como expresión de nuestra fe. Las buenas obras y la entrega de dichas posesiones vienen como consecuencia. El propio Jesús no tenía nada material que dar a Sus discípulos, salvo Su amor y Su vida, que dio por ellos y por nosotros, para que todos pudiéramos disfrutar de vida y amor eternos.
      «Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos (Juan 15:13).» Profesamos, pues, que lo máximo que podemos dar a los demás es nuestra persona, nuestro amor y nuestra vida. Ese es nuestro ideal.

      Con esa finalidad precisamente creó Dios al hombre en un principio. Nos hizo para que lo amáramos, disfrutáramos de Él eternamente y ayudáramos a los demás a hacer lo mismo. Dios fue el creador del amor y el que puso en el hombre la necesidad de amar y ser amado. Él es el único capaz de satisfacer esa ansia profunda de amor total y comprensión absoluta presente en toda alma.
      Por eso, aunque las cosas temporales de este mundo puedan satisfacer el cuerpo, sólo Dios y Su amor eterno pueden llenar ese angustioso vacío espiritual que hay en el corazón de cada persona y que Dios creó exclusivamente para Sí. El espíritu humano -ese algo intangible, esa esencia de nuestro ser que habita en nuestro cuerpo- sólo halla plena satisfacción en la unión total con el gran Espíritu amoroso que lo creó.
      Él es el mismísimo Espíritu del amor, amor verdadero, eterno, amor auténtico que nunca deja de ser, el amor de un Amante que nunca abandona, el Amante por excelencia, Dios mismo.
      Lo vemos reflejado en Su Hijo Jesucristo, que vino al mundo por amor, vivió con amor y murió por amor para que nosotros pudiéramos vivir y amar eternamente. «De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna (Juan 3:16).»

      Para recibir el amor de Dios personificado en Jesús no tienes más que abrir tu corazón y pedirle que entre en ti. Jesús prometió: «He aquí, Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye Mi voz y abre la puerta, entraré a él» (Apocalipsis 3:20). Con amor y mansedumbre, Él aguarda a la puerta de tu corazón. No la fuerza, no te obliga a aceptarlo; más bien espera a que le pidas que entre. ¿Se lo pedirás?
      Una vez que lo hayas hecho, experimentarás toda una transformación. Será como si acabaras de nacer a un mundo del todo nuevo. Te convertirás en un nuevo hijo de Dios, con un nuevo espíritu. Entonces Su Espíritu, que morará en ti, te permitirá hacer lo que resulta humanamente imposible: amar a Dios y a tus semejantes.
      Descubrirás la verdadera felicidad, que no se halla buscando de modo egoísta placeres y satisfacciones, sino al encontrar a Dios, comunicar Su vida a los demás y procurar la felicidad ajena. Entonces la felicidad te busca, te toma por asalto y se adueña de ti, sin que la hayas procurado siquiera.
      «Todo lo que el hombre sembrare, eso también segará (Gálatas 6:7).» Si siembras amor, recoges amor. Si siembras amistad, recoges amistad. Obedece, pues, la ley divina del amor, amor desinteresado, amor a Dios y al prójimo. Manifiesta a los demás el amor que les debes, y tú también recibirás amor. «Con la misma vara con que medís, os volverán a medir (Lucas 6:38.).»
      Descubre las maravillas que puede hacer el amor. Hallarás todo un nuevo mundo de amor que sólo habías concebido en sueños. En compañía de otra alma solitaria, puedes disfrutar de los milagros que obra el amor. Pruébalo. El amor que manifiestes volverá a ti.

      El amor no se te dio para guardarlo.
      Para que sea amor, a otros hay que darlo.

La Guerra Universal


Carta abierta a cuantos desean sinceramente transformar la sociedad

      Todos los que hemos respondido al llamamiento de Cristo de seguirlo y llevar Su luz al prójimo libramos una guerra cósmica. Luchamos juntos en defensa de nuestra fe, de la verdad y la libertad. Movidos por el amor, nos hemos comprometido a entregar la vida por nuestros hermanos de todo el mundo. Estamos empeñados en lograr que la gente humilde del mundo tenga a su alcance la posibilidad de alimentarse y vestirse adecuadamente y adquirir una vivienda digna; que pueda gozar de buena salud y trabajar en paz y libertad a fin de satisfacer sus necesidades elementales y alcanzar la felicidad. Nos hemos dedicado de lleno a lograr que todos los habitantes del planeta, sin restricciones, puedan conocer la dicha de vivir fraternalmente y en cooperación unos con otros, de tal modo que cada uno aporte conforme a sus posibilidades y reciba según su necesidad (V. Juan 15:13; 2 Corintios 8:14; Hechos 4:35; 11:29).
        Los ideales comunes que perseguimos son que la humanidad se libre de la miseria, de la dominación, del dolor, del mal y del miedo. Los hombres no pueden ser felices cuando padecen hambre, viven bajo el yugo de la opresión, la tiranía y la explotación, o son víctimas de la desnutrición, la falta de salud, las enfermedades y el exceso de trabajo. No pueden conocer la alegría cuando soportan las penalidades que ocasionan interminables guerras y conflictos, y enfrentan la pesadilla de una espantosa inseguridad.
      Sostenemos que la causa de todos esos males es la falta de amor de los hombres para con Dios y con el prójimo, y su insistencia en contravenir las leyes divinas de amor, fe, paz y armonía con el Creador, con la creación y con sus semejantes. Esas leyes constituyen el fundamento de nuestra fe y de la de todos los que creen profundamente en Dios y en Su amor.

      A demás de saber a favor y en contra de qué luchamos, es necesario tener claro en qué plano debemos hacerlo. La nuestra no es una guerra de armas y ejércitos que combaten físicamente. No es una contienda en el plano material, en la que se enfrenten hombres, naciones o grupos étnicos. No es una guerra entre ricos y pobres ni entre socialistas y capitalistas. No se trata de un conflicto entre sistemas políticos o económicos, entre sociedades o culturas, o entre confesiones religiosas. No nos referimos a una conflagración motivada por el rencor y el odio, la saña y la venganza, que conducen a matanzas y a salvajismo, torturas, sufrimiento y muerte. No se trata de sojuzgar a un pueblo, ni de conquistar territorios, ni de adquirir bienes materiales o satisfacer la vanagloria del hombre.
        Tales guerras carnales raramente han contribuido a superar conflictos o a resolver los problemas fundamentales que aquejan a la humanidad. Por lo general, solo han dado lugar a más sufrimiento, angustia, dolor, hambre, esclavitud, resentimiento y revanchas. No han hecho otra cosa que generar más luchas, tormentos, privaciones, destrucción, pérdidas, aflicción, miseria y muerte. El resultado de la inmensa mayoría de las mezquinas y execrables guerras que desatan los hombres no es más que un simple relevo del tirano de turno en el que se invierten los papeles entre opresores y oprimidos, un interminable círculo vicioso de males que enriquece aún más a un sector cada vez más reducido de privilegiados, y a la vez engrosa las filas de los pobres. Y tanto unos como otros son desgraciados e infelices con la vida que llevan, asediada por el espectro del miedo y la muerte.

      La nuestra es una guerra que se libra en el plano espiritual, por medio de la fe y el amor, y tiene por objetivo conquistar el corazón y el espíritu de los hombres, influir en sus ideas y salvar tanto su alma como su cuerpo. Combatimos por liberarlos de la maldad que se adueña de su espíritu, de su corazón y de su mente, y los induce a ser egoístas, desconsiderados, ofensivos, crueles y perversos con sus congéneres. La inhumanidad de los hombres para con sus semejantes tiene raíz en su ignorancia de los caminos que conducen a la felicidad. No conocer bien el amor, la fe y el poder de Dios, así como los principios espirituales que Él amorosamente ha instituido para que alcancemos la dicha eterna.
        Lidiamos en esta contienda a fin de romper las cadenas de iniquidad y el yugo del Diablo que esclavizan el alma, la mente, el corazón y el espíritu de los hombres, y que son la causa de que nos hayan sobrevenido todas las desgracias que enfrentamos hoy en día. Se trata de una guerra cósmica, una guerra entre dos mundos. Una guerra entre el bien y el mal, entre Dios y el Diablo, la rectitud y la vileza, lo mundano y lo espiritual, ángeles y demonios. Un enfrentamiento entre el amor y el odio, la vida y la muerte, la alegría y la desdicha. Nos referimos a un conflicto universal en el que las fuerzas celestiales defensoras del bien se oponen a las fuerzas espirituales del Infierno, que luchan por nuestro cuerpo y nuestra alma, tanto en el plano terrenal como en la dimensión espiritual.
      Por tanto, es menester que, además de defender nuestros derechos humanos, libremos esta guerra espiritual -de mucha mayor trascendencia que cualquier otra- con armas mucho más eficaces como son la fe, el amor y la piedad, acompañadas de palabras y actos de bondad. Para liberar a los hombres del temor es necesario infundirles fe; para librarlos del odio hay que manifestarles amor; para aliviar su angustia es preciso brindarles alegría; para librarlos de la guerra debemos forjar la paz; para sacarlos de la miseria hay que satisfacer plenamente sus necesidades; para salvarlos de la muerte tenemos que indicarles el camino que conduce a la dicha eterna en el Cielo.

      La espada vence, la palabra convence. Nuestra guerra se libra con palabras e ideas capaces de encender en los hombres la llama de la fe y la esperanza. Aspiramos a colmarlos de alegría, de paz y de amor, a fin de que su espíritu sea libre. Asimismo, nos proponemos liberarlos del dolor físico con actos de amor y de bondad. Debemos, por tanto, librar una guerra de palabras contra las ideas del mal, una guerra de fe contra el temor y de esperanza contra la duda. Es vital que inspiremos a los hombres a creer en Dios y en Su amor, y que Él ha concebido un plan para llevar al hombre hacia un futuro glorioso, cuando se instaure el Reino de Dios en la Tierra, en el que gobernarán los justos y ya no habrá pesar, ni llanto, ni dolor, ni muerte. Todo será luz y vida, y habrá paz, felicidad y abundancia para todos.
        Es necesario enseñar a la gente las amorosas y vivificantes Palabras que Dios mismo nos legó en Su libro sagrado, la Biblia, por medio de Sus santos profetas, a fin de que la humanidad alcance la vida, la dicha y el amor eternos que Dios ofrece. Imperios poderosos construidos a punta de espada desaparecieron con el mismo ímpetu con que aparecieron. En cambio, las divinas Palabras de vida y amor permanecen para siempre y no han dejado de ser fuente de gozo, paz, amor, vida y esperanza para miles de millones de personas generación tras generación. Grandes conquistadores como Alejandro Magno, César, Gengis Kan, Napoleón y Hitler han quedado relegados al pasado. Sin embargo, las ideas, la fe y las palabras de los profetas de Dios son imperecederas.
      Trascienden las fronteras. Se extienden por todas las naciones, razas e imperios. No conocen límites de tiempo ni de espacio. No han podido ser reprimidas por personas, por guerras ni por el poder de las armas. Engloban a la humanidad entera, y unen los pensamientos, el corazón y el espíritu de los hombres en la fe y el amor a Dios y al prójimo, para bien de todos.
      Los filósofos, maestros, profetas y siervos de Dios en raras ocasiones han dirigido imperios. No obstante, han ganado a multitudes de personas a su causa por medio de sus palabras, su fe y sus ideas, que cautivaron corazones, conciencias y espíritus liberándolos para siempre. Los seguidores de Dios desde el principio del mundo se cuentan por miles de millones, y a diferencia de los efímeros imperios terrenales, que subyugan por la espada, el Reino eterno de Dios conquista los espíritus inmortales de los hombres.

      No se puede obligar a nadie a hacer el bien. No se puede imponer la moralidad a fuerza de leyes. Para impulsar al hombre a obrar limpiamente y a abstenerse del mal por iniciativa propia es necesario persuadirlo, ganar su corazón, iluminar su espíritu y salvar su alma. Para conquistar de veras el amor de una mujer, de nada vale forzarla. Hay que cortejarla. No es posible cambiar el mundo de los hombres sin cambiar su manera de pensar. Para eso es imperativo transformar su corazón, lo cual sólo es viable mediante la inspiración del Espíritu de Dios, que no sólo salva el cuerpo, sino también el alma.
        Debemos empeñarnos en la salvación integral de los hombres, no solamente de su cuerpo y de su medio ambiente. Nunca podrán ser felices teniendo el corazón amargado, los pensamientos turbados, el espíritu abatido y el alma desprovista de salvación. Tenemos que consagrarnos a la tarea de salvar a los hombres en su totalidad, no en forma parcial. Es necesario bregar por la salvación de la humanidad entera, no sólo de una parte de ella. Esa salvación debe ser eterna y no circunscribirse a la existencia actual.
      Sólo el poder, la vida, la luz, el amor y las palabras de Dios pueden lograr ese objetivo. Debemos valernos de cuanto medio haya disponible en el mundo para comunicar esas palabras a toda persona. Debemos hacer llegar a los ojos y pensamientos de todos los hombres en todo lugar los preceptos de Dios, Su esperanza, fe y amor, y los designios que ha determinado para Sus criaturas, a fin de que se transformen todos los corazones, se eleven todos los espíritus y se salven todas las almas, así como los cuerpos que las componen, para que convivan en unidad y armonía para siempre.
      Es imprescindible que tengamos por objetivo la salvación universal de la humanidad, no sólo la de nuestra nación. No podemos limitarnos a resolver las nimias cuestiones temporales, los afanes de esta vida, las dificultades de nuestro ámbito o los conflictos de un determinado pueblo, nación, raza, cultura, religión, ideología, filosofía política o sistema económico.
      Para que todos los hombres alcancen la felicidad, la salvación no puede exceptuar a nadie; debe abarcar a la humanidad entera. Aunque las noventa y nueve ovejas estaban en el redil, el pastor no se conformó hasta que hubo hallado y rescatado a la perdida. La grey no estaba completa. El pastor no podía descansar mientras una de ellas estuviera sufriendo por su descarrío (V. Mateo 18:12-14; Lucas 15:3-7; Juan 10:1-16 ).
      Es preciso que busquemos a todas las ovejas perdidas del Buen Pastor, a fin de transmitirles las palabras de amor, vida y fe. Hay que traerlas a todas al redil, de manera que sean por la eternidad un solo rebaño con un solo Pastor.
      Tenemos la obligación de llevar el mensaje a todos, aunque no todos lo escuchen ni respondan ni acepten la salvación. Debemos a todo hombre el mensaje de Dios y la vida de amor que Él quiere dar, pero sobre todo a los que se muestren dispuestos a creerlo y aceptarlo. Dios únicamente sacia al alma hambrienta; a los que creen no tener necesidad de Él ni de una transformación los envía vacíos (V. Lucas 1:53). No tiene sentido perder el tiempo discutiendo con los que se niegan a reconocer la verdad. No hay peor ciego que el que no quiere ver. Debemos empezar hoy mismo a saciar a los hambrientos, a dar vista a los que ansían luz y amor a los abandonados.

      Si Dios está de nuestra parte, nadie podrá hacer-nos frente, por mucho poder que ostente o por muchos que sean sus seguidores. Confía en Dios. «Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros (Romanos 8:31)?» ¿Quién podrá detener al que hace el bien? Ninguno podrá resistirse al poder de Dios en ti ni a Sus huestes celestiales si Dios está a tu favor y tú a favor Suyo, y estás obrando conforme a Su voluntad (V. Hechos 5:38-39).
        Libramos una lucha sin cuartel, y la victoria es nuestra. Alabado sea Dios. Puede que perdamos algunas batallas, pero estamos ganando la guerra, y muy pronto estableceremos el Reino de Dios en la tierra. No te des por vencido. No desmayes, no pierdas la fe, ten ánimo. No podemos fracasar. Tenemos la victoria asegurada, porque Dios está con nosotros y porque luchamos por una causa justa y santa, basada en la fe y el amor a Dios y al prójimo. El amor es infalible, porque «Dios es amor» (1 Juan 4:8).
      Jesús dijo que el cielo y la tierra pasarán, pero las Palabras de Dios no pasarán (V. Mateo 24:35). Para siempre permanecen en los Cielos, y nadie podrá desmentirlas u oponerse perpetuamente a ellas. Invócalas y divúlgalas, junto con el amor de Dios, tanto de palabra como de hecho. Aprovecha para ello todos los medios que tengas a tu alcance, y así brindarás a los demás luz, esperanza, amor, paz, abundancia, satisfacción y felicidad celestial para siempre.
      No es de necios dar una vida pasajera por un amor imperecedero.

miércoles, 9 de marzo de 2011

Montañeses


Cuando Jesús subió al monte, dejó atrás las multitudes. «Viendo la multitud, [Jesús] subió al monte; y sentándose, vinieron a Él Sus discípulos» (Mateo 5:1). Los picos de las montañas nunca son muy concurridos. ¿Por qué? Porque cuesta mucho esfuerzo llegar allí. No hay mucha gente a la que le guste escalar. En la cumbre hay más luz. Mucho después que ha anochecido en el valle, desde los cerros todavía se ve el sol. El valle casi siempre está en sombras, lleno de gente y de cosas, pero normalmente oscuro. En las alturas hace frío y viento, ¡pero es emocionante! ¡Para trepar una montaña hay que tener la convicción de que realmente vale la pena arriesgar la vida por ello! Cualquier montaña... la montaña de esta vida, la montaña de los triunfos, la montaña de los obstáculos, de las dificultades... Antes de empezar el ascenso hay que tener la sensación de que vale la pena morir por ello y arrostrar el viento, el frío y las tormentas, que representan las adversidades. Los únicos que escalan montañas son los pioneros, los que quieren hacer algo que nadie ha logrado nunca, los que desean sobresalir de la multitud, superar lo ya realizado. Los pioneros deben tener horizontes, para ver lo que nadie más ve; fe, para creer lo que nadie más cree; iniciativa, para ser los primeros en intentarlo; y valor, ¡agallas para luchar hasta conseguirlo! En la montaña da la impresión de que se vive en la eternidad, mientras que abajo viven en el tiempo. Allí en la cima se ve el mundo con la debida perspectiva, cadenas de cumbres que conquistar, ¡todo un mundo que se extiende más allá del horizonte del hombre corriente, que desde su perspectiva no alcanza a ver! ¡Se divisan picos que aún no han sido escalados y lejanos valles inexplorados! Se aprecian cosas que los habitantes de los valles no ven nunca y que ni siquiera comprenden. En el valle, uno se enreda con la multitud, la farsa y el materialismo y no ve nada más que el tiempo, creaciones del tiempo y cosas temporales, las cuales pronto pasarán. Pero si levanta la cabeza por encima de los que lo rodean, uno mismo se convierte en un monte en medio de ellos. Los del montón se resienten contra uno, lo resisten y lo combaten, porque no lo entienden ni lo aceptan. ¡No quieren ni saber que existen montes! ¡No quieren que otras personas se enteren de que hay montañas, ni que respiren siquiera por un instante el aire puro del monte cristalino! Las quieren mantener encerradas, empantanadas en el fango de los valles. No quieren que se sepa que existe otro lugar y que se puede salir del valle. Harán todo lo posible por disuadirlo a uno de subir. En el valle domina el hombre. En la montaña sólo Dios domina, y los hombres que viven allí lo saben. Por el contrario, los que viven en los valles se creen dioses, porque se gobiernan a sí mismos. Los habitantes de los valles se encuentran protegidos y seguros, y creen que no tienen necesidad de Dios. Como ya no pueden ver el cielo se han olvidado de que existe Dios. Los caminos trillados son para hombres vencidos, pero las cumbres para los pioneros valientes. ¿Qué se oye en la montaña? ¡Cosas que harán eco en todo el mundo! ¿Qué se percibe en la quietud? ¡Susurros que alterarán el curso de la historia! Las leyes más relevantes que ha recibido la humanidad, por las cuales se rige aún la mayoría del mundo civilizado, fueron entregadas a un hombre que se encontraba solo en una montaña. Luego que Moisés descendiera de aquellas cumbres con los Diez Mandamientos, ni la nación hebrea ni el mundo entero volvieron a ser los mismos. El sermón más aclamado de la Historia, el sermón del monte, lo predicó a un puñado de hombres de montaña el más ilustre montañero de todos, Jesús, quien finalmente escaló solo Su última montaña -el Monte Calvario, el Gólgota- para morir por los pecados del mundo. Ese fue un monte que sólo Él podía subir por todos nosotros... ¡pero lo logró! ¡Después de oír el sermón del monte, los discípulos de Jesús descendieron y transformaron el mundo! No volvieron a ser los mismos. ¿Qué los cambió a ellos que a la postre cambió el mundo? ¡Oír la voz de Dios comunicándoles verdades diametralmente opuestas a lo que se enseñaba en el valle! Allí decían: «Bienaventurados los romanos -los altivos y poderosos-. ¡Fíjate en lo que han logrado! Han conquistado el mundo.» Pero Jesús decía en la montaña justamente lo contrario: «Bienaventurados los pobres en espíritu [los humildes], ¡porque de ellos es el Reino de los Cielos!» (Mateo 5:3). Unos sencillos pescadores incultos escucharon de la boca de un carpintero enseñanzas que los harían mayores gobernantes que los césares de Roma. «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados» (Mateo 5:6). La gente de la montaña tiene una hambre y sed de la Verdad que sólo Dios puede saciar. La gente de abajo, del valle, no ve más allá de sus narices. Son individuos satisfechos de sí mismos. Están llenos... y el Señor los envía vacíos (V. Lucas 1:53). «Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios» (Mateo 5:8). En la montaña no hay contaminación. Tanto el agua como el aire son puros. La gente es limpia de corazón. Ve a Dios. La vida está en la montaña. Sal del valle. «Escapa al monte cual ave» (Salmo 11:1).

La transformacion de Pedro


Uno de los más ilustres protagonistas de la Biblia es Simón, hijo de Jonás, conocido más comúnmente como el apóstol Pedro. Fue uno de los primeros discípulos de Jesús. Se trataba de un personaje muy pintoresco, un pescador inculto y tosco, siempre rebosante de energía y dinamismo. Durante los años que pasó bajo la dirección y enseñanza de Jesús, Pedro se conducía con muy poco tino y decoro y, como suele decirse, siempre metía la pata. Era sin lugar a dudas el más franco de los doce apóstoles. No vacilaba en decir lo que pensaba y en hacer lo que consideraba necesario, sin tomar mucho en cuenta las consecuencias. Los hombres decididos suelen tener sus defectos, y Pedro no fue ninguna excepción. Las más de las veces su enérgica personalidad, su confianza en sí mismo y las opiniones tan vehementes que emitía lo llevaban a cometer graves errores. Sin embargo, poco después de la resurrección de Cristo, experimentó una asombrosa transformación. De eso precisamente trata nuestro relato, que se inicia en los momentos finales del ministerio de Jesús en la Tierra, durante la última cena que celebró con Sus discípulos, escasas horas antes de Su crucifixión. «Antes que el gallo cante...» Sabiendo que en breve sufriría tormento y muerte por los pecados del mundo, Jesús miró a Sus discípulos y dijo con tristeza: —Todos ustedes se escandalizarán de Mí esta noche; porque escrito está: «Heriré al Pastor, y las ovejas del rebaño serán dispersadas» (V. Zacarías 13:7). Al oír esto, y sobrestimando su propia fe y entereza, Pedro proclamó resueltamente: —¡Aunque todos te abandonen, yo no lo haré! Jesús, sin embargo, sabiendo lo que había de suceder, le respondió serenamente: —Te aseguro que antes que el gallo cante, me negarás tres veces. Pedro se sintió abofeteado por semejante predicción, ante lo cual insistió aún con más tenacidad: —¡Señor, estoy dispuesto a acompañartehasta la cárcel y aun hasta la muerte! Pero con gran pesadumbre para Pedro, la profecía de Jesús no tardó en cumplirse. Esa misma noche, mientras se encontraba orando con Sus discípulos en el Huerto de Getsemaní, una patrulla de soldados del templo enviados por los sumos sacerdotes y los dirigentes religiosos se presentó en el lugar. Los acompañaba una muchedumbre premunida de espadas, garrotes y antorchas. Aprehendieron a Jesús, el cual sabiendo que había llegado Su hora, se entregó a ellos solo y sin ofrecer resistencia. Sus discípulos, presos de temor ante lo que sucedía, olvidaron repentinamente sus promesas de lealtad y, huyendo despavoridos, se esfumaron en la oscuridad. Mientras Jesús era conducido para ser sometido a juicio ante un tribunal religioso rápidamente convocado en el palacio del sumo sacerdote, Pedro le seguía y observaba desde cierta distancia. En el patio de entrada del palacio una mujer se percató de la presencia de aquella figura nerviosa y sumamente turbada, y le preguntó: —¿No eres tú uno de los discípulos de ese hombre? —¡No! ¡No lo soy! —exclamó Pedro. Momentos después, mientras se calentaba junto al fuego que habían encendido los guardias en aquella fría noche, un hombre que había estado presente durante la captura de Jesús señaló a Pedro, interrogándolo en voz alta: —¿Acaso no te vi yo con Él en el Huerto de Getsemaní? —¡Juro que no conozco a ese hombre! —respondió Pedro tajantemente. De pronto, otros de los presentes también lo acusaron, diciendo: —¡Tú eres uno de ellos! Por tu acento se nota que eres galileo, igual que Jesús. ¡Seguro que eres uno de Sus discípulos! Temiendo por su vida, Pedro empezó a maldecir y renegar: —¡No sé de que me hablan! ¡Yo ni siquiera conozco a ese Jesús! Apena hubo pronunciado su tercera negación, el gallo comenzó a cantar. En ese momento, mientras era llevado por Sus captores a otra parte del palacio, Jesús se dio la vuelta y miró fijamente a Pedro. Éste enseguida recordó lo que el Maestro le había dicho: «Antes que cante el gallo, me negarás tres veces». Mortificado por el remordimiento, abandonó el patio dando traspiés y huyó a tientas en la oscuridad de la noche. Finalmente, se dejó caer al suelo y lloró amargamente. La promesa de poder A la mañana siguiente, Jesús fue llevado al lugar de Su crucifixión. Entretanto, Sus discípulos se ocultaron temiendo por sus vidas. Pero tres días después de Su muerte, Jesús resucitó y se apareció a Sus discípulos en el escondite en que se hallaban reunidos. Poniendo de manifiesto Su gran amor, perdonó a Pedro y a los demás por haberse dejado llevar del temor y haberlo negado. Sus palabras les infundieron entonces renovadas fuerzas y fe. Durante cuarenta días después de Su resurrección, Jesús se hizo presente entre Sus discípulos en varias ocasiones para levantarles el ánimo y explicarles la misión que tenían por delante. El último de aquellos cuarenta días, momentos antes de ascender al Cielo, dio instrucciones a Sus discípulos de que retornasen a Jerusalén y aguardasen «la promesa del Padre» (V. Lucas 24:49). Estaba por producirse la mayor transformación que hubieran experimentado en la vida. Los apóstoles regresaron a Jerusalén y, en compañía de más de 120 condiscípulos, así como de sus mujeres y sus hijos, oraron y aguardaron juntos, tal como Jesús les había instruido que hicieran. Al cabo de diez días sus oraciones fueron respondidas con una impresionante manifestación del poder de Dios. Lucas escribiría más tarde: «Un estruendo como de un viento recio que soplaba llenó toda la casa donde estaban; y se les aparecieron muchas lenguas de fuego que se colocaron sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, por obra del Espíritu» (Hechos 2:2-4). Precisamente eso era lo que aguardaban, aquella fuerza sobrenatural del Señor que los facultara para continuar Su obra una vez que ya no estuviera con ellos. De golpe desaparecieron los temores, las preocupaciones y la incapacidad de actuar según sus convicciones. Pedro, transformado por completo mediante el poder sobrenatural del Espíritu Santo, encabezó a los discípulos en una de las campañas de evangelización más fenomenales de todos los tiempos. Una transformación milagrosa Por aquellos días se celebraba en las calles de Jerusalén la fiesta de la siega, una importante conmemoración religiosa para la que habían acudido peregrinos judíos de muchos países. Ni bien acababan de ser llenos del Espíritu Santo, Pedro y los demás discípulos salieron a la calle y empezaron a hablar con soltura en los idiomas de las multitudes que ese día visitaban Jerusalén, pese a que ninguno había hablado jamás esas lenguas. Al propagarse la noticia de aquel milagro por toda la ciudad, las multitudes se agolparon en torno a ellos. Con gran valor, los discípulos proclamaron ante toda aquella gente las buenas nuevas del amor y la salvación divinos por medio de Jesús. Pedro se colocó en los peldaños de una casa cercana, levantó los brazos y alzó la voz para hacer callar a la enorme multitud. Cuando hubo silencio, empezó a hablar con tal autoridad y convicción que 3.000 personas no sólo se salvaron, sino que se comprometieron ese mismo día a hacerse discípulos de Cristo. Aquel individuo que tras el arresto de Jesús se había acobardado de tal manera que lo negó tres veces, se encontraba entonces ante miles de personas proclamando con resolución y valentía el mensaje divino en la misma ciudad donde Cristo había sido capturado, juzgado y ejecutado menos de dos meses antes. Pedro había cambiado en respuesta a las oraciones del Señor (V. Lucas 22:32). ¿Qué fue lo que provocó aquella transformación repentina? ¡El poder sobrenatural del Espíritu Santo!

El poder del Espíritu Santo puede obrar en ti


¡Sed llenos hasta rebosar!
Quienes piden a Jesús que entre en su corazón y reciben el don de la vida eterna, obtienen también con ello una medida del Espíritu Santo. Sin embargo, la plena infusión —o lo que la Biblia denomina el bautismo— del Espíritu Santo suele ser una experiencia que se tiene después de haber recibido a Jesús. Una buena ilustración de esto es la de un vaso de agua. Puede que el vaso no esté lleno, pero aunque tenga un poco de agua, se puede afirmar que es un vaso de agua. Así son muchos cristianos. Poseen un poco del Espíritu de Dios. El bautismo del Espíritu Santo es similar a llenar el vaso hasta rebosar. Jesús dijo: «El que cree en Mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva» (Juan 7:38). En el siguiente versículo el apóstol explica: «Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en Él» (Juan 7:39).
¡Conéctate a la fuente! El objeto principal del Espíritu Santo es ayudarte a propagar el mensaje y el amor de Dios. Además, la infusión del Espíritu te ayudará mucho en tu amistad y trato personal con el Señor. Te otorga un vínculo más estrecho con Él y una comunicación más clara a través de la oración, así como una comprensión más profunda de la Palabra de Dios. Y lo más maravilloso de todo es que tú también puedes ser lleno del Espíritu Santo, ¡ahora mismo! Basta con que lo pidas. Al igual que la salvación, no puede uno ganárselo ni hacer méritos para obtenerlo. Es un don. Después, tanto si sientes algo diferente como si no, puedes tener la certeza de haberlo recibido, porque Dios te lo promete (V. Lucas 11:13). Recibe el Espíritu Santo ahora mismo rezando esta sencilla plegaria: «Jesús, te pido que me llenes hasta rebosar de Tu Espíritu Santo para poder amarte más, seguirte más de cerca y contar con más carisma para hablar a los demás de Tu amor y salvación. Amén.»

Fuego para hablar de Dios


Si hay algo que llama la atención de la gente y hace que preste oído a lo que decimos y se fije en lo que hacemos es el entusiasmo. La palabra entusiasmo viene del vocablo griego entheos, que significa literalmente Dios dentro. Por eso, la persona verdaderamente entusiasta es la que actúa y habla como si estuviera poseída por Dios. La Palabra de Dios nos dice: «Todo lo que esté en tu mano hacer, hazlo con todo empeño» (Eclesiastés 9:10, Versión Popular). También: «Esfuércense, no sean perezosos y sirvan al Señor con corazón ferviente» (Romanos 12:11, Versión Popular). La misma pasión arrolladora, la misma compasión irresistible que motivó a los apóstoles, los mártires y prácticamente a todo gran hombre o mujer de fe a lo largo de la Historia son las fuerzas que deben impulsar a todos los hijos de Dios en cada cosa que hagan y digan, y ante todo el que se cruce por su senda. El fervoroso apóstol Pablo lo resumió en las siguientes palabras célebres, que han brotado del corazón de todo auténtico cristiano en cada obra de bien que haya realizado, y por las que está dispuesto a dar la vida: «El amor de Cristo me apremia» (2 Corintios 5:14, Biblia de Jerusalén). Sean cuales fueren tus flaquezas en términos de aptitud, capacidad o incluso de recursos materiales, si obedeces la Palabra de Dios y dejas que Él viva en ti y por medio de ti para que en tu corazón arda Su amor, Él podrá servirse abundantemente de ti y convertirte en una bendición para mucha gente. ¡El entusiasta transforma el mundo! Siendo aún joven, el gran misionero y pionero David Livingstone tuvo que afrontar una importante decisión. Escribió en su diario: «He descubierto que no estoy dotado de ningún don intelectual extraordinario. Pero hoy mismo me he propuesto convertirme en un cristiano fuera de lo corriente.» Se propuso en su corazón entregarse de lleno al Señor y convertirse en un entusiasta de la verdad. ¡Y lo fue! Llegó a ser uno de los mayores misioneros de todos los tiempos. El célebre historiador Arnold Toynbee dijo: «La apatía sólo puede superarse mediante el entusiasmo, y éste sólo puede suscitarse con dos cosas: primero, un ideal que tome por asalto la imaginación; y segundo, un plan claro y comprensible para llevar dicho ideal a la práctica». ¿Qué ideal más noble puede haber que el de pregonar la salvación permanente y una vida celestial eterna a una humanidad perdida y agonizante que sucumbe sin ellas? ¿Y qué plan más claro puede haber que el que el propio Jesús entregó a Sus seguidores: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura» (Marcos 16:15)? Los cristianos debiéramos ser las personas más entusiastas del planeta. Pablo: otro idealista fogoso El apóstol Pablo fue otro de los grandes entusiastas de Dios. Ya antes de su conversión, dio grandes muestras de fervor, aunque con un ideal y un plan erróneos: era fanáticamente anticristiano. Pero en cuanto se convirtió, se volvió un entusiasta incondicional del bando de Dios. Al ver los demás su gran dedicación y entusiasmo por el Señor, ellos también se llenaron de fuego para predicar la Palabra de Dios. La obra que inició difundiría el cristianismo por todo el Imperio Romano. ¡No había poder capaz de apagar el entusiasmo de Pablo! Él mismo dice: «Cinco veces recibí de los judíos los treinta y nueve azotes. Me golpearon con varas tres veces, me apedrearon una vez, naufragué tres veces, y pasé un día y una noche en alta mar. Mi vida ha sido un continuo viajar de una parte a otra, en peligros de ríos, en peligros de bandidos, en peligros de parte de mis compatriotas, en peligros de parte de los que no son judíos, en peligros en la ciudad, en peligros en el campo, en peligros en el mar, y en peligros de parte de falsos hermanos. He pasado muchos trabajos y fatigas, y muchas veces me he quedado sin dormir; he sufrido hambre y sed, y muchas veces me he quedado sin comer; he sufrido frío y desnudez.» (2 Corintios 11:24-27, NVI.) ¿Acaso se dejaba detener Pablo por dichas dificultades y obstáculos? ¡Ni hablar! No dejó de servir a Dios por muchas que fueran las penalidades o contrariedades con que se topara. No hay nada capaz de detener a un hombre que sirva a Dios con ardor. Seguirá adelante pase lo que pase, convencido de que está haciendo lo que debe por una causa justa y de que lo hace por Quien siempre posee la verdad. Para entusiasmarse por Dios ¿Cómo podemos obtener esa medida de entusiasmo, esa inspiración capaz de llenar a alguien de fuego y fervor por el Señor? ¡Por medio del Espíritu Santo de Dios! La Biblia dice: «Nuestro Dios es fuego consumidor» (Hebreos 12:29), y en repetidas ocasiones compara el Espíritu divino con un fuego o con llamas de fuego (V. Hechos 2:3,4; Apocalipsis 4:5 y Mateo 3:11). Si quieres ser, pues, un entusiasta del Señor, lleno de Su fogosa inspiración y ungimiento, no tienes más que orar pidiéndole que te llene con el poder de Su Espíritu Santo. Ten por seguro que lo hará. Alguien preguntó en cierta ocasión a un gran hombre de fe cuál era la clave de su éxito. Éste le respondió: «¡Me lleno de fuego predicando y el mundo acude a verme arder!» Para encender la llama en el corazón de otros Como cristianos, nuestro corazón debe estar tan lleno del amor de Jesús que queramos compartirlo abundantemente con los demás. Para demostrar a los demás que lo que tú tienes con Jesús es mejor que lo que ellos tienen sin Él, es preciso que te muestres lleno de vida y entusiasmo. ¿Por qué acudía la gente a escuchar a Jesús? Él hablaba desde el corazón, hablaba lo que le transmitía el Espíritu, y eso infundía vida y conmovía a los oyentes. No pretendía regalarles el oído, sino que les llegaba al corazón. Decía: «Las Palabras que Yo os he hablado son espíritu y son vida» (Juan 6:63). Las palabras de los escribas y fariseos —los dirigentes religiosos de la época de Cristo— eran muy cultas, pero áridas e inertes. No hacían más que inducir al sopor. ¿Por qué? Porque ellos únicamente decían lo que les salía de la cabeza. Ahí está la diferencia. No puedes encender la llama en el corazón de alguien a menos que esté ardiendo en el tuyo. William Booth —fervoroso predicador que dio inicio al Ejército de Salvación— afirmó cierta vez: «A menos que me dedique a salvar las almas de los hombres con una energía y un celo rayanos en la locura, nadie me prestará atención, y menos creerá en lo que digo o se beneficiará de ello». Naturalmente, no solo debemos ser entusiastas al predicar y presentar el Evangelio a los demás, sino en todo lo que hacemos. Cualquier tarea que abordemos, dice la Biblia que debemos hacerla «de corazón, como para el Señor y no para los hombres» (Colosenses 3:23). Todo lo que hagas —aun las tareas más nimias— puedes emprenderlo con alegría, inspiración y entusiasmo. Si pides al Señor que te inspire, te dará esa chispa divina proveniente de Su Espíritu que convertirá en gozosa toda labor que inicies. Llenémonos de fuego por Dios orando con fervor y leyendo fielmente Su Palabra. Pidámosle que Su Espíritu nos comunique la visión de las grandes cosas que quiere obrar por medio de nosotros. Luego hagamos lo que nos corresponde: entregarnos con pasión a cada cosa que nos pida que hagamos por Él y por los demás. ¡Vamos, pongamos el mundo a arder por Dios y alumbremos los corazones de los hombres de todo lugar!